Les petites memòries de Saramago
Deia l’Antonio Machado en un
poema que la seva infància eren records d’un pati de Sevilla, mentre que un
altre poeta, Rainer Maria Rilke, definia aquesta infància com la veritable
pàtria de l’home.
Independentment de l’edat que
tinguem, gairebé tots mirem enrere amb certa nostàlgia i tendim a recordar
anècdotes de quan érem petits o de quan despertàvem a l’adolescència amb la
sensació de que en aquells anys la vida ens somreia més que no pas ara. Oblidem
que la memòria és molt seva i també molt capritxosa, doncs mai ha aprés a ser
objectiva i sempre ens retorna a la ment del present escenes parcials que no es
poden emmarcar en els escenaris reals on es van succeir. Així, els nostres
records de quan érem nens sempre queden limitats a anècdotes que poden tenir
moltes interpretacions diferents en funció del context on les ubiquem. La
mateixa conversa, la mateixa emoció o fins i tot el mateix episodi es podran
acabar entenent de formes molt diverses en dependència del que hagi passat just
abans o just després.
Però, quan parlem de memòries
infantils, aquesta interpretació dels fets que acaba cristal·litzant en els
records que guardarem per sempre, acabarà determinant el nostre futur, perquè
tot l’aprenentatge que anem consolidant a partir de llavors, s’anirà fixant
sobre aquesta memòria que haurà esdevingut la nostra veritable pàtria.
A Las pequeñas memorias, José
Saramago narra la seva infància i part de la seva adolescència, partint d’anècdotes
i reflexions que ens van donant a conèixer la naturalesa de la seva
personalitat i ens ajuden a entendre perquè un nen humil com ell va esdevenir
un premi nobel de literatura i un home d’una sensibilitat i honestedat
impecables.
El seu veritable nom hauria d’haver
estat José de Sousa, però una errada burocràtica a l’hora d’inscriure’l al
registre civil, va fer que li posessin per cognom Saramago, que en realitat era
el sobrenom de la seva família al poble on vivien.
A mesura que va relatant els
diferents records que conserva d’aquells primers anys ens parla de constants
canvis de domicili, del poble d’Azinhaga, del riu, de Lisboa, dels seus avis, dels
pares, del germà que va perdre quan ell encara era molt petit, dels diferents
veïns, de com eren les escoles i els instituts de l’època, de que la seva mare
analfabeta va ser qui li va regalar el primer llibre i de com recorda ell l’esclat
de la guerra civil a Espanya. Sorprèn el que explica del general Queipo de
Llano, qui aprofitava les visites a la ràdio per deixar anar els seus discursos
polítics per posar veu a anuncis publicitaris.
El
niño que fui no vio el paisaje tal como el adulto en que se convirtió estaria tentado
de imaginarlo desde su altura de hombre. El niño, durante el tiempo que lo fue,
estaba simplemente en el paisaje, formava parte de él, no lo interrogava, no
decía ni pensava, con estas u otras palabras: “¡Qué bello paisaje, qué magnifico
panorama, qué deslumbrante punto de vista!”. Naturalmente, cuando subía al
campanario de la Iglesia o trepaba hasta la cima de un fresno de veinte metros
de altura, sus jóvenes ojos eran capaces e apreciar y registrar los grandes
espacios abiertos ante él, pero hay que decir que su atención siempre prefería
distinguir y fijarse en cosas y seres que se encontraban cerca, en aquello que
se pudiera tocar con las manos, también en aquello que se le ofreciese como
algo que, sin tener conciencia de eso, urgía comprender e incorporar al
espíritu (excusada será recordar que el niño no sabía que llevava dentro de sí
semejante joya), ya fuera una culebra reptadora, una hormiga levantando al aire
una raspa de trigo, un cerdo comiendo en la artesa, un sapo bamboleándose sobre
las patas torcidas, o también una piedra, una tela de araña, el surco de la
tierra llevantada que deja el hierro del arado, un nido abandonado, la lágrima
de resina seca en el tronco del melocotonero, la helada brillando sobre las
hierbas a ras del suelo. O el río. Muchos años después, con palabras del adulto
que ya era, el adolescente escribiría un poema sobre ese río- humilde corriente
de agua hoy contaminada y maloliente- en el que se bañó y por donde había
navegado. Protopoema lo llamó y aquí queda:
Del ovillo enmarañado de la memoria, de la
oscuridad, de los nudos ciegos, tiro de un hilo que me aparece suelto.
Lo libero, poco a poco, con miedo de que se deshaga
entre mis dedos.
Es un hilo largo, verde y azul, con olor a cieno, y
tiene la blancura caliente del lodo vivo.
Es un río.
Me corre entre las manos, ahora mojadas.
Toda el agua me pasa por entre las palmas abiertas,
y de pronto no sé si las aguas nacen de mí o hacia mí fluyen.
Sigo tirando, no ya sólo memoria, sino el propio
cuerpo del río.
Sobre mi piel navegan barcos, y soy también los
barcos y el cielo que los cubre y los altos chopos que lentamente se deslizan
sobre la pel·lícula luminosa de los ojos.
Nadan peces en mi sangre y oscilan entre dos aguas
como las llamadas imprecisas de memoria.
Siento la fuerza de los brazos y la bara que los
prolonga.
Al fondo del río y de mí, baja como un lento y
firme latir del corazón.
Ahora el cielo està más cerca y cambió de color.
Y todo él es verde y sonoro porque de rama en rama
despierta el canto de las aves.
Y cuando en un ancho espacio el barco se detiene,
mi cuerpo desnudo brilla bajo el sol, entre el esplendor mayor que enciende la
superficie de las aguas.
Allí se funden en una sola verdad los recuerdos
confusos de la memoria y el bulto súbitamente anunciado del futuro.
Un ave sin nombre baja de no sé dónde y va a
posarse callada sobre la proa rigurosa del barco.
Inmóvil, espero que toda el agua se bañe de azul y
que las aves digan en las ramas por qué son altos los chopos y rumorosas sus hojas.
Entonces, cuerpo de barco y de río en la dimensión
del hombre, sigo adelante hasta el dorado remanso que las espadas verticales
circundan.
Allí, tres palmos enterraré mi vara hasta la piedra
viva.
Habrá un gran silencio primordial cuando las manos
se junten con las manos.
Después lo sabré todo.
***
José
Dinís murió joven. Los años dorados de la infancia habían acabado, cada uno de
nosotros tuvo que ir a buscarse la vida, y un día, pasado el tiempo, estando en
Azinhaga, le pregunté a la tía Elvira: “¿Qué ha sido de José Dinís?” Y ella,
sin más palabras, respondió: “José Dinís murió”. Éramos así, heridos por
dentro, pero duros por fuera. Las cosas son como son, ahora se nace, luego se
vive, por fin se muere, no vale la pena darle más vueltas. José Dinís vino y
pasó, se lloraron unas lágrimas en el momento pero lo cierto es que la gente no
puede pasarse la vida llorando a los muertos. Quiero creer que hoy nadie se acordaria
de José Dinís si estas páginas no hubiesen sido escritas. Soy yo el único que
puede recordar cuando subíamos a la grada de la segadora y mal equilibrados
recorríamos el trigal de un lado a otro, viendo cómo las espiga seran cortadas
y cubriéndonos de polvo. Soy yo el único que puede recordar aquella soberbia
sandía de cáscara verde que comimos a la orilla del Tajo, el melonar dentro del
propio río, en una de aquellas lenguas de tierra arenosa, a veces extenses, que
el verano dejaba al descubierto con la disminución del caudal. Soy yo el único
que puede recordar el crujir de la navaja, las tajadas rojas con las pepitas
negras, el Castillo (en otros sitios se le llama corazón) que se iba formando
en el medio con los sucesivos cortes (la navaja no alcanzaba el eje
longitudinal del fruto), el zumo que nos escurría garganta abajo, hasta el
pecho. Y también soy yo el único que puede recordar aquella vez en que fui
desleal con José Dinís. Andábamos con la tía María Elvira en la rebuscat del
maíz, cada cual en su carril, con un saco colgado al cuello, recogiendo las
mazorcas que por desatención hubieran quedado en los tallos cuando la cosecha
general, y he aquí que veo una mazorca enorme en el carril de José Dinís y me
callo para ver si él pasaba sin darse cuenta. Cuando, víctima de su pequeña
estatura, pasó de largo, fui yo y la arranqué. La furia del pobre expoliado era
digna de verse, pero la tía María Elvira y otros mayores que estaban cerca me
dieron la razón, que él la hubiera visto, yo no se la había quitado. Estaban equivocados.
Si yo hubiera sido generoso le habría dado la mazorca o le hubiera dicho
simplemente: “José Dinís, mira lo que tienes ahí enfrente”. La culpa fue de la
constante rivalidad en la que vivíamos, pero yo sospecho que en el día del
juicio final, cuando se pongan en la balanza mis buenas y malas acciones, será
el peso de aquella mazorca lo que me precipitarà en el infierno...
Fragments de Las pequeñas memorias de José Saramago- Premi Nobel de Literatura al 1998.
De
petits a molts ens sembla que el temps passa molt a poc a poc. Potser perquè no
ens dediquem a esperar que passin les coses, sinó que ens aboquem a que passin
provocant-les i aprofitant qualsevol oportunitat que ens passi per davant per
viure noves experiències. Sentim pressa per créixer per tal de poder ser més
independents i fer encara més coses sense haver de consultar la seva
conveniència o inconveniència amb ningú. I no ens adonem que mai tornarem a ser
tan lliures com quan érem petits, perquè als nens se’ls permet anar per la vida
sense filtres i amb una espontaneïtat que als adults no ens acaba d’estar
permesa, per molt que advoquem per la intel.ligència emocional i la naturalitat
en l’establiment de les nostres relacions interpersonals.
Com
recomana en Saramago, hem de deixar-nos portar pels nens que vam ser. Gràcies a
com vam interpretar les nostres primeres experiències ens hem convertit en les
persones que som avui.
Estrella
Pisa.
Hermoso tributo hecho poema. No mueren, los que son recordados. Abrazos virtuales desde Puerto La Cruz Anzoátegui Venezuela.
ResponEliminaMuchas gracias por leerlo y comentarlo. Un fuerte abrazo.
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