La noche de las velitas

 

A Charles Chaplin se le atribuye la cita "Un día sin sonreír es un día perdido". Por muy dura que se nos presente la vida, cada día nace cargado de oportunidades para arrancarnos una sonrisa, aunque muchas veces no sepamos verlas cuando nos pasan por delante de los ojos. Tal vez porque vivimos lo que decidimos vivir y hacemos de lo que nos pasa una tragedia o una comedia, dependiendo de hacia qué lado de la balanza se decantan nuestras decisiones.

Decía el gran Gabriel García Márquez que la vida no es como uno la vive, sino cómo uno la cuenta. No hay nada más peligroso que estar vivo, pues sólo los vivos podemos equivocarnos, podemos experimentar dolor, podemos enfermarnos, podemos sufrir por aquellos a los que amamos, podemos ser traicionados e incluso podemos morirnos. Porque la vida resulta una aventura imprevisible y en cualquier momento nos puede pasar cualquier cosa. Forrest Gump la comparaba, muy acertadamente, con una caja de bombones, porque "nunca sabes lo que te va a tocar". Nadie puede escapar a esa incertidumbre, pero sí puede decidir lo que hace con ella. Y esa decisión es la que acaba diferenciando a las personas que pasan por experiencias similares: su actitud ante la adversidad es la que las hace parecer fuertes o débiles ante los demás.

Para mí sería impensable dejar que transcurra un día sin haber sonreído, pero también procuro no acabar ninguno de mis días sin haber leído, aunque sean unas pocas páginas o algún post de alguno de los blogs que sigo.

Cuando lo que leo es la obra de alguien a quien he tenido la dicha de conocer y con quien he compartido momentos bonitos, la experiencia siempre resulta doblemente satisfactoria. Es el caso de la novela Cuando no tomaba prozac: La noche de las velitas.



Conocí a Análida Ospina el verano pasado, una tarde que había quedado con Concha Mateo en la Plaza de las Patatas de Figueres. Esa tarde estaba feliz de conocer por fin en persona a una de mis compañeras de letras en la antología El jardín de Eva. Mantuvimos una charla de lo más interesante sobre nosotras y nuestra manía de escribir y de leer. Y, cuando ya creía que no podría sorprenderme más, apareció Análida, con su sonrisa espectacular, derrochando magia con cada palabra que decía.

Fue la primera vez que oí hablar de la historia de Laura, que en aquellos días era aún un proyecto, y me entusiasmó su fuerza y su capacidad de recomponerse ante circunstancias tan adversas como las que vivió en un barrio humilde de Medellín en el que el narcotráfico, la violencia extrema y los abusos de poder campaban a sus anchas.

Un año más tarde, el martes pasado, Análida y yo volvimos a coincidir en la misma plaza, pero esta vez su novela estuvo presente físicamente en el encuentro. Empecé a leerla esa misma noche y, ya desde la primera página, supe que Análida escribe tal y como es: sin filtros, sin dobleces, sin necesidad de esconderse de nada ni de nadie.


Los que amamos los libros acostumbramos a quejarnos de que en este país la gente no lee y de que los que leen son siempre los mismos. Quiero creer que exageramos y que cada vez se está leyendo más. Lo que ocurre es que no siempre los autores saben conectar con quienes se animan a leerles. Tal vez porque se adopta en ocasiones un lenguaje demasiado técnico, edulcorado en exceso o simplemente recurrente. Si no entendemos lo que leemos o nos perdemos en párrafos que, a nuestro parecer, no le aportan nada a un capítulo, es muy fácil que abandonemos un libro sin acabar de leerlo.

Análida Ospina no corre ninguno de esos riesgos y apuesta por contar una historia en primera persona, usando para hacerlo las mismas palabras y las mismas expresiones que elegiría la propia Laura, una joven a la que una inesperada decisión de su madre le cambió la vida, poniéndola en el centro de una diana en la que tenía todos los números para resultar herida. Pero, a diferencia de otras novelas que narran hechos de una dureza similar, Análida no se recrea en el dolor, ni en la violencia, ni en la tragedia. Fluye con ellos a través de Laura y deja que sea ella la que nos explique lo que siente en cada momento, avanzando siempre hacia adelante, sin lamentarse de lo perdido ni atormentarse por lo que sigue arriesgando.

Leyéndola he recordado lo que sentí cuando leí Patria, de Fernando Aramburu. Como Análida, él también narró en su novela episodios muy extremos, pero lo hizo con una naturalidad y un lenguaje tan claro y ameno que resultaba imposible no conectar con sus personajes. Y llegados a este punto es cuando aún entiendo más a Gabriel García Márquez en Vivir para contarla. Porque las historias reales nunca se viven con la intensidad y la trascendencia que algunos autores pretenden darles en las novelas que las recogen. En la realidad, todo es mucho más simple y las personas afrontamos los hechos adaptándonos a ellos con mucha mayor naturalidad. Cuando estás en una situación extrema, te enfocas en vivir cada día de la forma que sea sin calentarte la cabeza pensando en cómo te afectará cada paso que des o no des. Simplemente te lanzas al vacío y, si debajo del puente no hay agua, te matas y ahí se acaba tu historia. O te dejas llevar por la corriente y llegas a buen o mal puerto. De nada sirve perder el tiempo haciendo cábalas de cómo nos puede ir mejor o peor en la vida. Porque, como dijo Lennon, la vida es eso que nos pasa mientras pensamos en otra cosa.

Análida ha necesitado muy pocas páginas para narrar una grandísima historia protagonizada por personajes que nos pueden caer mejor o peor, pero que en ningún caso nos van a dejar indiferentes. Porque la vida que merece la pena vivir es la que nunca pierde la capacidad de sorprendernos, de despeinarnos y de cuestionarnos nuestras propias convicciones.

Me contaba Análida que una persona a la que ella había considerado su amiga la decepcionó después de leer su novela al juzgarla a ella por las acciones de Laura. Me pareció tan triste que haya personas que se aferren a ideas tan retrógradas i equivocadas en pleno siglo XXI... Que no sean capaces de separar a un autor de su obra, que se nieguen a entender que no puede hablarse de verdadera amistad o de verdadero amor por el otro si no nos dignamos a aceptarle como es, con sus ideas, con sus luces y con sus sombras, sean las que sean.

Aunque, si le damos la vuelta a la situación, podemos decidir que ese tipo de críticas nos ayudan a reafirmarnos en las convicciones que nos guían hoy y en que novelas como Cuando no tomaba prozac: La noche de las velitas son muy necesarias para que mucha gente consiga desprenderse de las vendas que ciegan sus ojos.

La novela, cuya lectura recomiendo encarecidamente, se puede adquirir en Amazon, en estos enlaces: Cuando no tomaba Prozac : La noche de las velitas eBook : Ospina, Analida : Amazon.es: Tienda Kindle

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Estrella Pisa

Comentaris

  1. Hola, Estrella.
    Te había leído comentar tu encuentro con Análida Ospina y la impresión que os causasteis ambas. Leer ahora sobre su libro, lo que narra y cómo lo hace me resulta muy interesante y recomendable.
    Un enorme abrazo :-)

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  2. Hola Miguel,
    Descubrir a Análida ha sido un regalo inesperado que no deja de sorprenderme. Son curiosos estos golpes de efecto que a veces nos reserva la vida cuando nos dignamos a experimentarla con los sentidos despiertos. Porque detrás de cada mirada que nos pasa inadvertida puede esconderse un mundo por descubrir que tantas veces nos perdemos, simplemente por no estar atentos, por no ser más amables, por movernos por nuestras calles como pollos sin cabeza, inmersos en nuestros laberintos mentales. Luego, cuando alguien nos dice que la vida es un continuo milagro, le ponemos bajo sospecha y dudamos de su salud mental. Somos nosotros los enfermos, por eso tal vez tendemos a ver siempre lo negativo de todo lo que nos pasa por delante sin darnos cuenta de que, por la otra acera, está desfilando todo lo bueno que se nos escapa, simplemente por equivocarnos a la hora de enfocar nuestro objetivo.

    Un fuerte abrazo.

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