Sara o el marchitar de las amapolas

 

A menudo caemos en el error de pensar que somos siempre los mismos; que aunque la biología nos vaya moldeando a su antojo con su imperiosa manía de ir desgastándonos poco a poco, nuestra mente se mantendrá eternamente joven y permanecerá abrazada a las convicciones de siempre. Nos equivocamos del todo, pues es en la mente donde germina la semilla de todos los cambios que irán aflorando cuando nos enfrentemos al dictamen del espejo.

Igual que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, como bien nos enseñó Heráclito, tampoco nadie puede aguantar toda una vida paseando sobre sus hombros la misma mente. La mente es, con diferencia, el órgano más versátil que tenemos. Puede pasar de estar replegada sobre sí misma en una oscuridad compacta y tenebrosa, a desplegarse en infinitos pasillos llenos de puertas. Cada una de ellas se abre después de habernos atrevido a dar un paso en una dirección no acostumbrada o a conocer a alguien nuevo o a explorar una realidad distinta.

Nuestra realidad mental la construimos nosotros todos los días, a medida que vamos traduciendo en sensaciones y sentimientos todo lo que ocurre a nuestro alrededor. Pero esa traducción no es automática. Para que surta el efecto deseado hemos de grabar cada nueva experiencia acompañándola de las emociones que nos ha despertado. Sin emoción no hay memoria; tampoco vida.

Lo que hace interesantes las historias que leemos o contamos no son las historias en sí, porque las personas, por únicas e irrepetibles que nos creamos, somos demasiado previsibles. Cada etapa de la vida va esculpiendo sobre nosotros su manto de situaciones a las que nos vamos enfrentando con más o menos acierto, pero con las mismas estrategias que la mayoría de las personas de nuestra generación. Podríamos pensar que, oída una historia, oídas todas. Pero lo que realmente distingue unas de otras, aunque las tramas sean muy parecidas y nos parezca que sus personajes sufran por los mismos hechos, es la forma cómo interpretan lo que les está pasando. El modo cómo llegan a traducir sus emociones en el lenguaje que obra el milagro de abrir nuevas puertas en sus mentes.

El uno de marzo de 1984, cuando contaba dieciséis años, decidí que quería abrir nuevas puertas en mi mente porque las tinieblas que la poblaban se me hacían ya insoportables. El aire allí dentro se había condensado tanto durante el duelo por la muerte de mi padre que me dolía respirarlo. Tratando de huir de los fantasmas que me atormentaban, yo misma había acabado convertida en uno de ellos. Nunca en mi vida me he sentido más inútil ni más perdida que en aquellos años adolescentes que fueron una verdadera pesadilla. En aquel tiempo no existían las redes sociales y la única forma de conocer gente nueva era porque te la presentase alguien o por carta. Yo en aquella época no tenía amigos ni apenas me relacionaba con nadie que no fuese la propia familia. Opté por las cartas y empecé a escribirle a perfectos desconocidos de una lista de personas que me envió un club de amigos por correspondencia al que me suscribí.

La primera carta que recibí fue de Juan Carlos Pérez Becerra, un chico de Gijón, que tenía mi misma edad y que también soportaba sobre sus hombros una cabeza tan atormentada como la mía.

No lo supe entonces, pero aquellas primeras cartas acabaron regalándome a un tercer hermano.

Han pasado cuarenta años desde aquel mes de marzo que empecé a dejar de sentirme un náufrago en una isla desierta. Nos han pasado a ambos muchas cosas y hemos escrito muchas otras. Hemos dejado muy atrás a aquellos adolescentes que temían no llegar a encontrar nunca su lugar en el mundo. Quizá en esencia sigamos siendo los mismos, pero ambos sabemos que somos otros, porque nuestras mentes nos han ido guiando por sendas distintas. Aunque siempre hemos sido capaces de encontrarnos en muchas intersecciones y percatarnos de que, pase lo que pase, seguimos queriéndonos como dos hermanos que, aunque sólo se hayan visto en tres ocasiones en todos estos años, no han necesitado más para sentirse arropados y comprendidos.



Han querido la casualidad, el destino o lo que queramos pensar, que Juan Carlos se haya decidido a publicar Sara o el marchitar de las amapolas, junto a su pareja, Carmen Cabeza, el mismo año que yo me he atrevido a dar el mismo paso con Trencadís. La vida suele tener esos golpes de magia cuando nos dignamos a ponerle las cosas fáciles. Cuando nos atrevemos a dejar los miedos a un lado y osamos fluir con la marea, dejándonos llevar hacia donde la oportunidad del momento convenga.

Esa misma magia quiso que recibiese su libro el mismo día que yo tenía la segunda presentación de Trencadís en Figueres. Apenas tuve tiempo de abrirlo y leer las dos dedicatorias y el título del primer relato: Allá del visillo. No necesité leer más para convencerme de que me iba a encantar, porque me sentí en familia. Recordé aquellas largas cartas que durante tantos años alumbraron mi oscuridad. Muchas veces venían acompañadas de relatos que Juan Carlos había escrito. Allá del visillo había sido uno de ellos.

Juan Carlos siempre ha sido un mago de las palabras. Es capaz de lograr que la historia más trágica y desgarradora resulte entrañable después de haber pasado por el tamiz de su prosa.

Con Carmen han sabido formar un tándem de talento que ha quedado perfectamente plasmado en Sara o el marchitar de las amapolas. Ambos tienen la habilidad de abrirnos en canal a sus personajes y dejarnos al descubierto esos pasillos repletos de puertas cerradas que raras veces se atreven a intentar abrir. Saben traducir el dolor, la rabia, el descontento o el amago de olvido en prosa poética que alivia las aristas de las palabras que, al verbalizarse, parece que duelen menos.

Los veinte relatos que componen su libro reflejan los mundos interiores de sus protagonistas, dejando al aire sus heridas y traspasándonos su dolor a golpe de metáforas.



Juan Carlos y Carmen, más que narrar historias, lo que hacen es diseccionar momentos con la precisión de experimentados cirujanos. Gracias a su pericia combinando letras, no necesitamos conocer el antes y después de un personaje para entender lo que le está pasando ahora mismo. A veces basta con poder verle por dentro: saber qué está sintiendo, qué está interpretando de las emociones que le están asaltando sin darle tregua.

Dicen que lo bueno, si breve, resulta dos veces bueno. Sara y el marchitar de las amapolas no es un libro de relatos al uso. Es mucho más que eso. Encierra el misterio de las palabras dormidas, esas palabras que a veces no osan traspasar las líneas rojas y se quedan suspendidas al borde de un precipicio cuando el temblor de las dudas acaba arrastrándolas garganta abajo para impedir de lleguen nunca a verbalizarse. Recrea veinte historias sin desvelar los detalles vulgares que podrían reducirlas a más de lo mismo, a través de personajes que abren los cinco sentidos para mostrarnos su verdadera ubicación en el mapa de sus mundos interiores.

Juan Carlos y Carmen no se limitan a idear tramas y a complicarlas con infinidad de elementos que puedan mantener el interés del lector. Ellos se centran el momentos concretos, momentos que siempre son los que acaban desencadenando las más grandes historias. Dominan el arte de la literatura con mayúsculas y enfocan situaciones, como si en lugar de disponerse a escribir, lo que pretendiesen fuese captar una fotografía del personaje en ese instante en que le está empezando a cambiar la vida.


Detrás de cada trama literaria, siempre hay un elemento que lo desencadena todo. Puede ser un hecho insustancial, como esperar a alguien bajo la lluvia y sentir que se está retrasando demasiado, o subir a una loma para ver pasar un tren y descubrir que uno de sus pasajeros nos saluda. Los desencadenantes, en sí, a la mayoría de la gente le pasarían desapercibidos o no les despertarían el menor interés. Lo que hace que acaben plasmados en un libro, los leamos y nos dejen con ganas de leer más, es la habilidad de quienes los han imaginado para convertirlos en momentos sublimes.

En Sara y el marchitar de las amapolas no sólo hay relatos que nos enseñan a mirar desde otros prismas la realidad de todos los días; también hay fotografías exquisitamente escogidas. Porque Juan Carlos no sólo sabe captar el alma de sus personajes con su acertada prosa, sino que también sabe hacer magia con el objetivo de su cámara.

El libro es, en conjunto, una bella y delicada joya que guardaré con mucho mimo. Editada con un gusto exquisito, atrae como un imán la curiosidad por descubrir lo que nos puede llegar a desvelar y nos acaba atrapando entre los párrafos de sus páginas y sus imágenes hipnóticas.

Un lujo contar a Juan Carlos y a Carmen entre mis amigos. Aunque no les haya vuelto a ver en años, siempre están presentes y lo seguirán estando de por vida. Personas como ellos hacen que la vida tenga mucho más sentido, que un día cualquiera puede ser el principio de un cambio de rumbo, que incluso en el dolor más agudo pueda anidar la poesía o que la visión de un sencillo visillo en una ventana abierta pueda mitigar los estragos de la realidad que golpea con toda su crudeza sobre el asfalto que yace justo debajo.



Estrella Pisa


Sara o el marchitar de las amapolas puede adquirirse en el siguiente enlace:

Sara o el marchitar de las amapolas - El Sastre de los Libros

Información relacionada con el libro y sus autores:

SARA O EL MARCHITAR DE LAS AMAPOLAS | Ateneo Jovellanos






Comentaris

  1. Maravilloso, Estrella.
    Aún desconozco qué me ha gustado más, si conocer la relación que os une a Juan Carlos y a ti, que ya nos habías hecho intuir en alguna ocasión, esa colección de relatos que han publicado al alimón él y Carmen, o la delicadeza con la que nos los muestras y descubres parte del mecanismo con el que se desencadenan y fluyen las historias, además de las fotografías que las acompañan. Es un tremendo placer leer esa mezcla de ideas que nos muestras.
    Un enorme abrazo :-)

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  2. Una belleza Estrella, coincido plenamente con Miguelángel, delicada forma de mostrarlo. Te felicito. Un abrazo fuerte

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